La trampa del hacer. Sobre descansar, vivir y soltar.
Una reflexión sobre el descanso, el dolce far niente y la trampa del hacer. ¿Y si vivir bien no dependiera de hacer más, sino de hacer menos —o incluso de no hacer nada en absoluto?
Casi todos mis días son atropellados. Hago cosas sin parar, pero no todas las que realmente quiero hacer. Tengo tantas metas, tantos objetivos y tantas tareas asociadas a ellos, que es imposible abarcarlo todo.
En resumen, lo de siempre: quiero hacer demasiadas cosas.
No entiendo cómo, después de 39 años, sigo teniendo unas expectativas tan absurdamente altas sobre lo que pueden dar de sí 24 horas.
Si quiero vivir tranquila y sin prisas, disfrutar del dolce far niente, y al mismo tiempo ser productiva en el trabajo, avanzar en mis proyectos, leer, escribir, crear… entonces estoy destinada a estar siempre frustrada.
Ahora llega el verano y parece que hay más tiempo. Pero es mentira. Se me escapa entre los dedos igual que siempre.
Estos días he estado pensando en esa trampa invisible que nos empuja a hacer, hacer, hacer. Como si tuviéramos que ganarnos el derecho a disfrutar y relajarnos. Como si solo mereciéramos descanso después de haber sido útiles. Como si nuestro valor se midiera por la lista de tareas tachadas.
Pero no es verdad.
No tenemos que hacer nada para ganarnos el derecho a vivir con calma y disfrutar de los pequeños placeres de la vida, sin culpa, despreocupadamente.
A veces sueño con vivir salvajemente. A lo bravío. Sin obligaciones, sin miramientos, sin convenciones.
Solo libertad. Tiempo. Espacio. Silencio.
Creo que soy bastante libre, pero mi alma anhela más libertad. Más ligereza. Más instantes de presencia. Más tardes en las que el tiempo no se escape corriendo.
Ayer estuve en la piscina con unas amigas. Me pareció un lujo, simplemente, desconectar de verdad durante toda una tarde. Hablar. Mojarme un rato. Tumbarme en la toalla mirando los árboles sin pensar en nada, solo perdiéndome en el murmullo de alrededor.
Y pienso: ¿por qué no hago esto más a menudo?
No me refiero a “estar en casa descansando” mientras sigo con mil cosas rondándome la cabeza. Hablo de no hacer nada de verdad.
Ese dolce far niente veraniego que tanto anhelo.
Ese descanso real que no necesita justificación.
Volver de la piscina y no pensar que he malgastado la tarde, sino que la he vivido plenamente. ¿No es eso lo que tanto deseo finalmente? ¿Por qué no empezar a disfrutarlo ahora, un poquito?
Puedo hacerlo. Cualquiera puede.
¿Por qué no valoramos esas pequeñas cosas que nos hacen felices?
¿Por qué no aprendemos a ver que vivir no es solo producir, avanzar o alcanzar metas?
Este fin de semana, por ejemplo, ha sido tranquilo. Y me ha encantado.
He hecho deporte. He cocinado rico y sin prisas. He caminado sin auriculares. He escrito. He pensado.
Me queda aún la tarde del domingo y, mira, la voy a disfrutar sin culpa. Voy a leer, a escribir en mi diario, a jugar con mi gato, a vaciarme y a rellenarme de nuevo.
Sí. Voy a hacer un montón de cosas que no le importan a nadie. Que no son productivas.
Simplemente porque me apetece.
Y eso, siendo adulta, es una especie de rebelión.
A veces solo necesitamos tiempo.
Tiempo para disfrutar la vida que ya tenemos.
Tiempo para descansar de verdad: de la prisa, del deber, del hacer constante.
Y después, con la mente despejada, podemos volver a mirar el rumbo y preguntarnos:
¿Qué quiero realmente?
¿Cómo quiero vivir?
¿Qué quiero dejar atrás?
Cada día es una nueva oportunidad para diseñar una vida más nuestra.
Cada descanso verdadero es una revolución suave.
Y esta ha sido mi revelación de la semana.
Si tú también estás luchando por hacer menos y vivir más, te veo.
Con calma,
Marina